Por Javier Bleda
Una crisis da para mucho, especialmente
si de lo que se habla es de construcción. Los sufridores más directos, en este
caso los empresarios, buscan desesperadamente soluciones que les permitan como
poco sobrevivir y, como mucho, o al menos eso piensan ellos, aspirar a un mercado
desconocido a miles de kilómetros de distancia con el que poder ir aguantando
el tirón hasta que la situación cambie.
A veces convencer a los
empresarios de lo mucho que hay por hacer en el hemisferio sur no es tarea fácil,
siempre salen a relucir los peligros, las inseguridades, el desconocimiento de
las cosas y, por supuesto, creer que el cliente a buscar es el adinerado, aquél
con capital suficiente para garantizar que la aventura va a ser cobrada incluso
por adelantado. Evidentemente, el desconocimiento también hace al empresario
pensar que puede que sea mejor dejarse llevar de la mano de los gobiernos ya
que estos pueden constituirse en garantes de no importa qué tipo de compromiso,
pero ni esto es así ni esa es la realidad.
Efectivamente hay una emergente
clase media que puede dar mucho juego a la hora de ofrecer oportunidades constructivas,
sin desmerecer a la clase alta de toda la vida que sigue dejándose llevar por
el atractivo de proyectos de lujo. Y, por supuesto, también los gobiernos planean
constantemente proyectos para la población que puedan ir subsanando el enorme déficit
existente, con lo que, en el fondo, los empresarios españoles no andan del todo
equivocados. Lo malo es que ya existen innumerables empresas locales que andan
al acecho tanto de clientes de clase media como alta, ofreciendo unos precios
que no podrían estar al alcance de niveles menores de la población. Y son los
precios altos de estos empresarios, a los que a veces se les podría relacionar antropológicamente
con los más cruentos depredadores, los que parecen atraer también a los
gobiernos, porque no suelen dudar en ponerse en sus manos cuando creen
desarrollar implementaciones de proyectos de vivienda social y no les importa
hacerlo a unos precios que convierten en utopía las aspiraciones de la población
más disminuida.
No es nuevo esto de ignorar al
cliente real, es decir, al que representa más de un ochenta por ciento en el
mercado de la construcción, al que siendo integrante inequívoco del sector
informal se convierte en mero espectador de una mezcla entre palabrería,
expectativas y paciencia contenida al ver que, tal vez, nadie lo ignore en el
discurso, pero sí todos le den de lado en los hechos. Y no es de recibo que
esto ocurra, porque la masa inmensa de aspirantes a una vivienda mínimamente
digna, pero en todo caso económica, se cuenta en centenas de millones, con lo
que extrapolar los cálculos puede darnos cifras de inconmensurable valor.
Lamentablemente, hacer saber todo
esto, por mucho que uno insista por activa y por pasiva, no va a convencer a
los empresarios de la construcción que sea como darse un paseo por el campo.
Creer en ello implica aventura, manejar ingentes volúmenes de construcción a
precios orientales y ofrecer a los clientes unas facilidades de pago que los
bancos no les dan, con lo que se ha de saber por adelantado que el beneficio
vendrá de construir barato y cobrar intereses por diferir el pago. Este cliente
potencial y esta forma de tratarlo parece no ser visto por nadie, pero ignorar
al cliente real no quiere decir que el potencial no exista. Ser empresario, sea
donde sea, es de aventureros, en los países del Tercer Mundo mucho más.
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