Por Javier Bleda
Cada vez que intento explicar a
empresarios, inversores, técnicos o cualquier otra persona que pueda estar
interesada de partida en el entorno de la construcción mundial a bajo costo,
que existe todo un mundo de posibilidades para construir este tipo de viviendas
en países del hemisferio sur, la pregunta recurrente siempre es la misma, ¿dónde
está el negocio?
Por supuesto, es perfectamente
entendible que todo el mundo se cuestione dónde puede estar el negocio cuando
llego a plantearles modelos de viviendas
con un precio de venta considerablemente inferior al precio de construcción (no
de venta) de una habitación de 11 metros cuadrados
en España. Pero es que es esa la realidad, en la mayoría de países de África,
por ejemplo, se puede llegar a construir, vender, y además obtener beneficio,
una vivienda de 70m2 por un precio inferior a lo que cuesta construir la
mencionada habitación de 11m2 en España, y es aquí donde entra en juego la
desconfianza, la incredulidad, el no puede ser y las excusas que nos van a
seguir manteniendo en la ignorancia mientras millones de viviendas esperan su
comercialización y construcción.
Estamos de acuerdo en que en
Europa hay unas normas de construcción las cuales, a pesar de su aparente buena
intención para ofrecer mejor calidad, lo que de momento han conseguido ha sido
encarecer el precio por metro cuadrado a niveles cercanos a la ruina total, y a
las pruebas me remito. Elevar el costo de construcción implica elevar el precio
de venta de la vivienda, implica que los posibles clientes tengan que
endeudarse para casi toda la vida, implica que el sistema se colapse cuando los
que tienen que pagar no pueden afrontar las hipotecas basura que les
ofrecieron, y ello sin entrar a valorar la carga negativa aplicable a la estafa
manifiesta que supone haber estado cobrando por las viviendas varias veces lo
que cuesta construirlas, o la usura de unos banqueros despiadados para los que
la cláusula suelo tiene más valor que la fuerza de la gravedad que atrae a un
individuo hacia ese mismo suelo, cuando ha decidido suicidarse al sentir que la
impotencia le inunda.
No queda más remedio que buscar
rutas alternativas para trabajar cuando la inutilidad de unos pocos bloquea el
mercado de muchos, y esas rutas se encuentran en este momento en esas partes
del mundo que siempre hemos considerado remotas, inseguras e inaccesibles. Pero
lo que ocurre es que, llegados al punto de convencimiento de que hemos de irnos
lejos para poder seguir viviendo cerca de lo que queremos, nos preguntamos qué
vamos a hacer allí donde no hemos ido nunca, qué vamos a construir si las
normas parecen las antinormas y, sobre todo, que seguridad tenemos de cobrar si
en el hasta hace poco conocido como Primer Mundo ese aspecto se ha convertido
en metáfora.
Llegados a este punto lo que ha
lugar es a sacar el aventurero que todos llevamos dentro y plantearnos averiguar
qué podemos ofrecer y qué nos puede ofrecer ese mundo que ahora vemos con el
ojo de la desconfianza. Construir en lugares donde la normativa de construcción
se relaja hasta límites insospechados no quiere decir que nos convirtamos en
cómplices necesarios de un caos oficializado, sino que hemos de sacar lo mejor
de nosotros mismos, de nuestros conocimientos, para ofrecer seguridad con
precios todavía menores a los que solo venden humo y un futuro incierto para
unas estructuras hogareñas más basadas en la existencia divina que en criterios
técnicos. Y será ese sacar lo mejor de nosotros mismos lo que nos lleve también
a confiar en millones de clientes que esperan que alguien les ofrezca lo que
los suyos no le ofrecen, porque la estafa y la usura no es propiedad exclusiva
del hombre blanco. Y cuando confiemos en ellos nos daremos cuenta que el
problema no es cómo cobrarles, sino tener algo que cobrarles, esto es, que
seamos capaces de realizar tantas viviendas como ellos necesitan.
Ese mundo, que vemos tan lejano
como para llamarle “Tercero”, tiene hoy la capacidad de hacernos poder seguir
viviendo en el “Primero” si somos capaces de comprender que allí se puede
construir mejor de lo que se está construyendo y, además, hacerlo por mucho
menos dinero de lo que gobiernos y empresas locales son capaces de ofrecer, ya
que su relación precio-calidad es fácilmente convertible en
inaccesibilidad-inseguridad.
Los aproximadamente ochocientos
euros por metro cuadrado que se cobran en España por termino medio, allí se
pueden convertir en cien euros por la misma medida espacial, es decir, por un
cuadrado de un metro de lado el cual, sumado a otros, elevará una vivienda de
70m2 que aloje a toda una familia que ahora vive acosada por alquileres en alza
tan imposibles de pagar como los inalcanzables préstamos que ofrecen los bancos
locales, con intereses de hasta el 25 por ciento. Con 800 euros el metro
podemos construir (no vender, insisto) una habitación de 11m2 en España por
8.800 euros, mientras que una vivienda social de 70m2 en Camerún, Senegal,
Gabón, Sierra Leona, Costa de Marfil, en no importa qué país del África negra,
de Asia y de América del Sur podemos venderla por 7.000 euros.
¿Dónde está el negocio me
preguntan sin cesar? El negocio está en el volumen de construcción, en la
economía de escala por la compra de materiales que supone la replicación del
mismo modelo de vivienda y en la mano de obra, en ofrecer facilidades de pago a
cambio de intereses anuales mesurados, en construir con el flujo constante de
capital circulante generado por las aportaciones de la enorme cantidad de
clientes que querrán una casa verdaderamente abordable, donde sus familias
puedan dormir seguras. El negocio está en nuestra fuerza de voluntad, en
nuestro sexto sentido, en saber que no hay dragones al final de los océanos. El
negocio, en resumen, está en querer hacerlo.