por Javier Bleda
La información que llega de
cualquier lugar del mundo respecto a la necesidad imperiosa de construir
viviendas sociales contrasta con la manifiesta incapacidad general de ofrecer
soluciones viables. Gobiernos, entidades financieras de todo tipo e
instituciones varias luchan contra una pandemia habitacional mundial que no
parece tener un horizonte claro, en parte porque las alternativas constructivas
que se ofrecen siguen siendo caras y también porque las posibilidades de acceso
a un crédito hipotecario siguen formando más parte de la leyenda que de la
realidad.
Construir viviendas abordables
para las personas de menos recursos no debería ser tan complicado de no ser
porque, tras los proyectos que se ponen encima de la mesa, siempre hay
intereses económicos particulares que chocan frontalmente con los intereses
humanitarios que debieran regir las conciencias de los que tienen capacidad de
poder hacer algo. Pensar de esta manera que pienso no es extraño, ya que hay
dos elementos esenciales, tal vez tres, que rigen las líneas maestras del
problema de la vivienda social, estos son el precio de la vivienda, la forma de
pago y en algunos casos el suelo. No podemos pretender que una persona con
pocos recursos acceda a comprar una vivienda si el precio de venta está
totalmente por encima de sus posibilidades en la mayoría de los casos. Mucho
menos podemos creer que alguien pueda comprar dicha vivienda si, además de ser
cara, no tiene acceso al crédito por ser no bancable, y si es que lo fuera los
intereses aplicados pudieran ser enmarcados en el campo de la usura. Y, por
último, hay mucha gente que tiene un pequeño terreno familiar donde podría
edificar su casa pero, en caso de no tenerlo, no son muchas las ofertas
públicas de puesta de terrenos a disposición de los ciudadanos, y si es que las
hay a veces se convierten en un verdadero lastre a añadir al peso enorme del
precio y forma de pago.
Así pues, no cabe otra cosa que
entender que lo que hay que hacer es concentrarse en encontrar formulas que
permitan aligerar los inconvenientes básicos para el acceso mundial a la
vivienda social. No parece tan difícil diseñar viviendas que se adapten a las
diferentes culturas locales y que puedan ser consideradas de bajo costo. No es
descabellado permitir que esas viviendas sean pagadas poco a poco con cuotas
que, al tiempo, y aunque contengan intereses financieros, permitan al comprador
mantener a su familia. Y no es una locura que se crea en la obligación de los
Estados de poner terreno mínimamente urbanizado a disposición de su población,
especialmente cuando esos mismos estados no cuentan con los medios necesarios
para dar otro tipo de soluciones.
Hace poco una persona que
colabora conmigo escribió un email a una especialista en mercados africanos
adjuntando uno de mis dossieres de construcción en el que apunto la viabilidad
de estas soluciones. La respuesta fue contundente: “Lo que Javier Bleda
pretende en el campo de la construcción social es un sueño irrealizable”. Y,
digo yo, ¿no es más sueño creer que hemos de seguir sin aportar ideas que
permitan a la población acceder a una vivienda básica pero digna?
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