Por Javier Bleda
www.bleda.es
El
Gobierno de un país africano, al igual que tantos otros de países en desarrollo,
se ha embarcado en una dinámica un tanto complicada para resolver el problema
de la vivienda social al pretender que sean 10.000 apartamentos, de entre 90 y 400 metros cuadrados ,
y a precio de oro en relación a las posibilidades reales de compra, los que
solucionen el déficit de más de un millón de unidades que habría que realizar
para empezar a hablar. Tanto es así que, desde diversos frentes, especialmente
los relacionados con los entornos de población más desfavorecida, apelan a la
cordura argumentando que si el precio elevado viene dado por los metros
cuadrados, entonces que rebajen los metros, pero que lo importante es disponer
de un techo propio donde meter como sea a la familia sin depender
miserablemente del pago de un elevado alquiler mensual que deja tocados de muerte
sus más que exiguos salarios.
Lamentablemente,
las peticiones de los que verdaderamente necesitan las viviendas suelen caer en
saco roto y los precios aumentan en lugar de disminuir, como si la realidad
lacerante de la pobreza no fuera con los que han de tomar las decisiones que
afectan a un sector tan significativo y estratégico como el del habitat. No
importa qué país se toque, la vivienda social es una asignatura pendiente que
parece no tener solución cuando, en realidad, no sería tan difícil abordarlo
desde una perspectiva más natural, esto es, que el precio de lo que se
construya esté al alcance efectivo de la población y que la forma de pago sea
verdaderamente razonable. Pero esto, que hasta un colegial comprendería, topa
de frente con la codicia empresarial y la negligencia político-administrativa,
llevando a millones y millones de personas a la desesperación que representa el
sentirse fuera del sistema mientras otros, no tan numerosos, disfrutan de unos
estándares de habitabilidad que ni en sus mejores sueños podrían alcanzar los
primeros.
No
pretende ser éste un artículo reivindicativo de conceptos sociales clasistas,
ni mucho menos, más bien lo que pretendo es argumentar unas ideas que confluyan
con las bases mínimas de la cordura en lo que a conceptos constructivos se
refiere. Actualmente los países en desarrollo son un El Dorado de la
construcción para inversores y empresarios, con cientos de miles de viviendas
por hacer a una clase media emergente, y también para una clase pudiente que se
reproduce como las esporas y pide cada vez viviendas más grandes. Pero es que más
del ochenta por ciento de la población, la considerada como menos favorecida, y
en su mayoría no bancable, también necesita viviendas, y es precisamente ahí
donde la ingeniería financiera debería coincidir con la ingeniería estructural,
buscando que no sean solo los que pueden pagar por adelantado o acceder a
créditos a los que se les pueda construir, sino también a esa masa ingente que
gana sus dineros en el sector informal y que, por el momento, reclama más de
quinientos millones de viviendas, según las estimaciones de sus gobiernos y de
prestigiosos organismos internacionales.
Mis
argumentos siempre son los mismos, me dicen algunos, y estoy de acuerdo con
ello, como no podría ser de otra manera. Cuando hablo con quienes podrían
invertir en que esto que cuento fuera una realidad, bien por sus posibles
económicos o por su saber hacer, lo primero que me responden después de
escucharme es “Si son pobres ¿quién paga?”, y es precisamente en ese momento en
el que me doy cuenta que no han entendido nada. “¿Quién va a pagar?”, les
respondo, “pues quien necesita la vivienda, es decir, el cliente, y para ello
hace falta que el precio de la vivienda (de diseño y construcción muy simples y
replicada hasta la saciedad) sea verdaderamente bajo y que la forma de pago que
se les ofrezca no pase por bancos ni por entregas a cuenta con adelantos
imposibles, sino con la generación de un flujo constante de capital circulante
fruto de los pagos mensuales de miles de clientes inscritos”. “¿Y qué se gana
si la casa es tan barata y aún encima les das unos años para pagar?”, insisten
ellos. “Se gana el diferencial entre precio de construcción y precio de venta,
que aunque sea poco se convierte en algo importante cuando hablamos de volumen
de construcción y economía de escala. Y también se gana incluyendo unos
intereses moderados (en comparación a los habituales de usura en esos países),
lo cual equilibra perfectamente el bajo precio de venta”, les aclaro.
¿Saben
la conclusión de esta pequeña conversación? En la mayoría de los casos me dicen
que es muy interesante pero que no interesa, en otros que es una utopía, y en
otros ni me dicen. El porcentaje de inteligencia social financiera es
inversamente proporcional al de miedos a lo desconocido, ignorancia de trabajos
internacionales en lugares subdesarrollados y creencias infelices de que el oro
nos lo van a poner encima de la mesa en lugar de tener que ir a buscarlo.
Afortunadamente todavía quedan valientes visionarios, para ellos escribo
confiando que entenderán el mensaje y, lo que es mejor, estarán dispuestos a
ponerlo en marcha.